Vivo en Madrid, pero pienso en València.
Trabajo en Madrid, pero me gustaría que fuera en València.
Mi día a día transcurre en Madrid, pero lo que me importa está en València.
Tengo frío en Madrid y me consuelo en la app del tiempo con la temperatura de València.
Podría ver Telemadrid, pero me refugio de forma online con ÀPunt.
En Madrid no me sirve, pero pienso, hablo y escribo en valencià.
Mi familia política es de Madrid, pero la verdadera está en València.
Tengo una casa en Madrid, pero guardo un hogar en València.
En Madrid están el Santiago Bernabéu, el Wanda Metropolotiano y el Estadio de Vallecas, pero el que me hace latir está en València y su nombre es Mestalla.
Y así estamos, viviendo dos vidas. La natural, la real, la primeriza. La impuesta, la consecuente, la que llegó de forma artificial. La que debería importarme más y la que me importa de verdad. La que me no me gusta y la que añoro. La que me hace correr y la que me da calma. La que debo aguantar y la que no supone esfuerzos. La que no sé cuánto durará y la que no sé si algún día volverá. La que me agota y la que me hace latir.
Hay un poco de romanticismo en estas líneas, pero la base es real, es sólida. Cuando vives fuera de casa, todo cobra otro sentido. Inventas otra vida que no es la real y la mirada hacia las raíces siempre sobrevuela el ambiente. Una canción, un apellido de tu tierra, una noticia que lees, un mensaje de WhatsApp de una amistad. Todo se orienta hacia allí, pese a que tú estás aquí, más lejos de lo que te gustaría.
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