El fútbol es una de las cosas más fascinantes que me han ocurrido en la vida. Primero, con su pasión, éxtasis e incluso locura. Luego, con más pausa, reflexión y toma de decisiones que fueron madurando mi personalidad. Pero en 2001 viví la primera ruptura emocional, la primera derrota futbolística de esas que entran en la memoria de forma eterna. Fue en Milán, en el imponente Giuseppe Meazza, frente al Bayern de Múnich.
Aquel día se grabó a fuego de forma imborrable. Aquella noche previa con problemas para dormir. Aquella mañana en el colegio pensando en todo menos en los estudios. Aquellas horas previas después de comer. Aquella fiesta que viví en mi pueblo con la que (decían) era la pantalla gigante más grande de Europa. Miles de personas soñando despiertos, apasionados, cantando, emocionados en la Plaza de la Libertad (aunque todos la conocemos como ‘la plaza de los juzgados).
Pero fue aquella noche de mayo en 2001 cuando viví una de las derrotas más dolorosas de mi vida. Seguramente porque era un niño. Seguramente hoy en día no me dolería tanto, o al menos no me afectaría como sí ocurrió aquella calurosa noche con mi gente, con los míos. Ocurrió, y hoy se cumplen ya (nada más y nada menos) 19 años.
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