Quiero irme. Quiero irme lejos. ¿Islandia? Un nuevo destino al que no me importaría. En esa lista romántica y platónica de lugares donde vivir se encuentra el país nórdico. Más todavía, de forma más acentuada, desde que leí El Faro de Dalatangi, de Axel Torres.
Un país tan diferente, tan perfecto desde la lejanía, tan mágico, tan especial, que es imposible no sentir curiosidad. Un territorio nacional insular que no llega a las 400.000 personas de población total, que siente un gran espíritu de fortaleza por localizarse en el Atlántico Norte, cerca de Groenlandia, cerca del "final del mundo". Allí arriba, en su entorno volcánico, en su entorno mágico, donde se encuentran rincones enigmáticos.
Los islandeses se sienten fuertes. Ellos viven en una isla, lejos del viejo continente, lejos de cualquier amenaza que en siglos atrás les permitía preparar con solidez cualquier posible amenaza. Era, y es, su mayor virtud como pueblo.
Siempre me he considerado fan de los países nórdicos, de sus culturas, de sus mentalidades, de sus formas de vida. Parecen de otro mundo. Tan alejados de la basura mediática, de los hilos que mueven la corrupción, la delincuencia y demás tumores sociales que están llevando este planeta al desastre más absoluto.
Quiero huir, quiero irme, e Islandia sería el lugar perfecto.