Un viaje supone muchas cosas. La gran mayoría de ellas positivas. Positivas porque suponen cambios. Cambios de aire, cambios de rutina, cambios de escenarios, cambios de planes. Pero, también, nos crea una de las peores sensaciones del mundo. Ese instante en el que viajas de vuelta, cuando todo ha pasado, cuando los pensamientos que se habían enfocado durante un tiempo a un tema en particular pierden su sentido porque todo ha acabado.
De pequeño, recuerdo a mi padre siempre cuando llegaba el domingo. Solíamos ir a nuestra segunda residencia a una hora aproximadamente de donde vivíamos. Solíamos viajar el viernes de noche y volvíamos el domingo por la mañana o la tarde. Y recuerdo una frase suya que, ahora, la entiendo perfectamente.
Solía decir cuando volvíamos a casa después del fin de semana "¿Adónde vamos?", en tono alegre, y lo acompañaba con un "¿De dónde venimos?" en tono apagado. Es la realidad. El mismo viaje, pero en dirección contraria, generando las sensaciones más antagónicas posibles.
Hace unos días volví a vivir esa sensación de tener que hacer maletas (qué momento más pesado) y volver de un viaje. Todavía puedo sentir ese desánimo en mi interior.
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