Tras una noche en la que descansé, digamos, poco por ciertos vecinos que decidieron armar jaleo, primero, y alargar su quedada hasta cerca de las 8:00 de la mañana (sigo sin entender por qué vivo en el centro), decidí despertarme para ir a mis rutinarias horas de deporte.
Pero el domingo se torció y apenas hacía minutos desde que había amanecido. Mientras tomaba mi primera botella de agua del día, el ordenador decidió despedirse de mí. De forma repentina, casi sin darme cuenta. La pantalla pasó a negro y no parecía dar síntomas de esperanza.
Me fui a hacer deporte con el 'run run' de qué pasaría cuando volviera. No sería la primera vez que un ordenador dice 'Hasta aquí hemos llegado', lo dejas un rato parado, reposando, y luego funciona. Era mi (pequeña) esperanza, aunque no lo creía realmente. Por lo tanto, mientras que me movía por lo ancho y alto del centro de Madrid, durante más de horas (como cada día desde enero, más o menos), pasé de mi (pequeña) esperanza a empezar a pensar en comprarme un nuevo ordenador.
No era mi primera opción porque, pese a que podía hacerlo, no estaba entre mis planes hacerlo ya. Quizás en unos meses sí, pero no ahora. Por lo tanto, ese plan inesperado me descolocó durante unas horas. Incluso cuando llegué a casa no estaba convencido del todo. Pero entonces salieron a la palestra dos factores. Primero, que el ordenador suplente no me transmite ninguna confianza (tiene muchos años y lo uso para viajes) y, segundo, mi pareja dio por hecho que iba a acercarme a la tienda.
De repente, la desconfianza de comprarme el ordenador ahora, y no dentro de unos meses, se convirtió en algo lógico. Entonces, tras ducharme, cambiarme y acabar de convencerme, me fui.
Cuento todo esto porque lo que iba a ser una mañana tranquila para hacer tareas concretas en casa (así me lo decía mi agenda), se convirtió en una pelea contra la pereza. Luego, nada más salir, mi pereza se convirtió en agobio y casi enfado. Justo hoy, los alrededores de mi calle eran el escenario de la etapa final de la Vuelta a España. Todo cortado, teniendo que cruzar de acera a acera de Gran Vía por las estaciones de metro (bajo tierra), con muchísima gente, con un domingo caluroso que ya no esperaba. Eso la ida.
La vuelta fue igual, pero con un ordenador cargado a peso. Una experiencia bastante desagradable que ahora, mientras escribo esto, varias horas después, siento como pereza extrema. Pero sólo era el inicio. Tocaba ponerme delante del ordenador y darle mi personalidad. Guardar contraseñas, descargar e instalar programas, instalar presets, revisar que todo esté en orden (desde el fondo de escritorio hasta que todas las herramientas estén listas).
Un domingo que iba a ser tranquilo, con todo ordenado, se convirtió en estrés, en toma de decisiones, en cansancio de más, en un gasto inesperado y ahora, con todo hecho, empiezo a respirar un poco. Una tarea que se ha adelantado pero que, por suerte, ya está finiquitada.
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