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Un año del peor trabajo de mi vida

Hace aproximadamente año viví la que, seguro, fue la peor experiencia laboral de mi vida. Fue tan breve como intensa y tan dañina como insostenible.


Ahí compartí rutina con el peor compañero de trabajo que he tenido en mi vida. Un tipo acomplejado, con miedos, con inseguridades, que vivía anclado en el pasado, que temía porque pudiera pisarle su cómodo terreno, que metía mierda con los superiores, que era, digamos, un vago, que estaba a años luz de lo que se debía esperar.


El compañero fue deleznable, pero la dinámica de trabajo era dantesca, bajo la ley del mínimo esfuerzo impuesta casi por decreto (esto me ponía demasiado nervioso), con unos alemanes cuyo inglés era casi como un jeroglífico verbal, y con unas faltas de respeto que eran constantes.


Siempre me llama la atención cómo te exigen la excelencia cuando entras a un lugar de trabajo nuevo, cómo te analizan para ver si trabajas bien en equipo, si eres constante y mil aspectos más. Pero, en cambio, entras, entras consciente de que debes darlo todo y, una vez dentro, te encuentras a gente incompetente que viven en su pedestal y que, si eres una amenaza, te harán la vida imposible.


Hace un año todavía no sabía que el perjudicado en todo iba a ser yo. Ya había sufrido alguna que otra salida de tono que, luego, se convirtió en un claro caso de bullying, pero no sabía que este excremento humano iba a mover sus hilos.


No exagero. Si no fuera así ni me preocuparía de expresarlo. Hace un año viví la peor experiencia profesional de mi vida. Aunque, confieso, sinceramente, salir de allí fue una decisión tan impuesta como necesaria, tan saludable como positiva. Aquello no era un trabajo, era una tortura, una pesadilla.

 
 
 

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