Si me lees desde hace tiempo, sabes que una de mis inquietudes de los últimos dos años (más o menos) es la fotografía. Analógica, principalmente. No porque sólo haga fotografía en analógico, sino porque este formato me genera más interés, curiosidad y, en general, me presenta más retos y aprendizaje.
Hago más fotografía en digital (móvil, prácticamente) que analógica, pero desde el primer día me surge un dilema. Un dilema sobre la edición fotográfica. Edito mis fotos. He conseguido una serie de parámetros que, al usarlos, generan una imagen muy atractiva y que se ajusta a mis gustos. Pero lo hago en fotografías digitales (con móvil y cámara) y todo entra en los planes. Al menos en mis planes.
Sin embargo, cuando veo edición de fotografías analógicas, me genera dudas. Me genera una sensación de profanación, como si se le quitara la gracia al asunto. Si disparo en carrete es porque pienso y preparo más cada fotografía, porque tiendo a conseguir (o lo intento) un resultado mejor porque no entra en mi cabeza la posterior edición. Con el móvil, por ejemplo, un enorme porcentaje de las veces capto momentos irregulares e imperfectos, pero sabiendo dónde voy a cortar, editar y reajustar, sabiendo qué parámetros voy a recalcular luego. En analógica, no.
Me tomo la fotografía analógica pensando en mis padres, cuando las fotos que hacían eran esas, sin más. Fotografías en las que salían los dedos, en las que salías con los ojos cerrados, en las que podían aparecer quemadas y no verse tanto como se querría. Ahora, la base es la misma, pero editando se pierde esa magia.
Seguramente sea una manía personal (lo es, de hecho), pero si luego voy a editar, directamente, disparo en digital. Con esto no digo que haya editado alguna imagen en analógico tras el escaneo del laboratorio, pero no (creo) debería ser la tónica habitual.
Dicho esto: que cada persona haga lo que le venga en gana.
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