Se acabó. Por fin. Se acabó el mundial de Qatar. Una cita mundialista que ya era cuestionada antes de disputarse y que, por fin, ha puesto su punto final.
He seguido el mundial, sin duda, pero el porcentaje de partidos que he visto ha sido muy bajo. Primero, porque los horarios y el calendario (en invierno, en lugar de verano) han hecho que el compaginarlo no haya sido el mejor contexto. Segundo, porque el tener que parar las ligas (mi fútbol favorito) ha provocado que ya me haya generado desde el primer momento cierto rechazo.
Me generaba pereza, cierto grado de impotencia. No quería seguirlo, no quería cubrirlo, no quería ni siquiera verlo. Considero que mi cobertura ha sido muy alejada de lo habitual y en mi día a día los partidos en segundo plano y los resúmenes han marcado mi interés. Quitando ciertas selecciones a las que sigo, el resto ha tenido el seguimiento justo. Hubiera sido contradictorio repeler todo lo relacionado con Qatar 2022 y haberlo seguido como el fan máximo.
Eso a nivel personal, puesto que toda la vergüenza de su organización desde el minuto 1 hizo que que el campeonato generara cierto resquemor, polémica y surrealismo que fue ganando terreno con el paso de los años.
El fraude a golpe de cheque en su elección, los cientos de fallecimientos en la construcción de sus estadios, los tan cuestionados derechos humanos (o falta de ellos) y haberse disputado en invierno.
Se acabó. A otra cosa. Dejamos de pensar en cuándo se parará todo para el mundial. Dejamos de pensar en ese mundial con tintes mafiosos. Dejamos de pensar en esa copa del mundo de marca blanca, que no atraía nada. Qatar 2022 es historia, por fin. Uno de los grandes borrones de la FIFA en su historia.
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