Tengo ganas de ir a mi safe place gallego.
No voy desde el pasado verano y, sinceramente, algo dentro de mí me pide escaparme unos días, o unas semanas.
Aquel lugar es maravilloso. Al menos el lugar que yo transito, en el que me desenvuelvo y defiendo. Aquel ático espacioso, con su terraza con vistas, con las vistas en sí, con muchos rincones en los que dejarse llevar. Me tiene enamorado aquel lugar. Si de mí dependiera tontamente, viviría allí desde hace tiempo.
El verano pasado compartí en Instagram una fotografía desde allí expresando lo feliz que me hace estar por aquellos lares y, curiosa y casualmente, un seguidor que vive allí me comentó. Su comentario quería emborronar mi romanticismo, quería restar magia a mi visión. Y lo hizo de buenas formas, no lo comento como algo que me dolió, sino que, supongo, las condiciones que tengo yo, en general, y la vida que llevo a cabo desde hace cinco años facilitan muy mucho lo que siento. Supongo, ir allí no es rutina, no es lo habitual. Estar allí es cambiar de aires, desconectar de lo normal, y por ello seguramente me fascine todo mucho más.
Sin embargo, pese a que entendía aquel comentario, no dejo de pensar en lo bien que me hace instalarme allí, no dejo de apoyar la idea de que es un lugar maravilloso. Tengo suerte, lo reconozco, mucha, y cuando llego allí tengo unas condiciones que no cambiaría por nada del mundo. Incluso este año.
Reconozco que he creado una serie de razones por las que me da la vida estar allí. Quizás aquel usuario me transmitía su rutina, su aburrimiento, su no salir de la zona de confort. Vi reflejado en sus palabras mi vida antes de vivir en Madrid, cuando vivía en un pueblo que no valoraba, cuando los planes siempre estaban fuera de allí, cuando si no buscas motivaciones todo puede parecer lento, calmado o directamente aburrido. Por eso digo que no me molestó.
La clave de ir allí es que he creado una serie de razones y argumentos que me hacen estar muy cómodo, que me permiten desconectar mucho más, que me hace sentirme privilegiado. Su clima, las vistas desde la terraza, los restaurantes ya de confianza, los paseos por aquel mágico sendero a orillas del río, las sensaciones escapándome a aquella aldea en las alturas en la que pienso mucho, las tardes de pintura y tutoriales, aquellos tres rincones de lectura, el cielo estrellado, las leyendas sobre el lugar, el cosquilleo durante el viaje en tren... Podría vender muchas más razones, pero son ya suficientes como para seguir valorando aquello como un tesoro que, ojalá, nunca se vaya de mi vida. Si algún día me escapo, seguramente esté allí.
Aquel rincón me enamoró y no me va a soltar. Ojalá pronto vuelva a dejarme caer por allí.
PD: Nunca digo el nombre del safe place gallego. Podría decirlo, pero, primero, no cambiaría nada y, segundo, es mucho más interesante dejar en el aire el destino.
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