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No será este el último post de Londres

Soy de esas personas que, a veces, sufre de parálisis por análisis. Esas personas que pensamos tanto que, al final, acabamos por no hacer según qué cosas. Vivir en Londres (cuando se podía sin hacer trámites y todo era más fácil), por ejemplo. Durante años, lo pensé. Soñaba con ello. Incluso llegó una oportunidad real, a finales de 2021, en aquel mes de noviembre previo a una escapada de varias semanas a mi rincón en Galicia.


Me ofrecieron ser corresponsal para uno de los principales grupos de comunicación de España, cubriendo la actualidad de la Premier League para un periódico deportivo y para una radio. Era la oportunidad perfecta. Las condiciones no eran exageradamente buenas, pero sí lo suficiente como para ir, vivir con tranquilidad y soñar despierto. Pero, claro, el Brexit ya hacía estragos e irme allí (con todo lo que supone) era un escenario demasiado incómodo. Otros, luego, sí lo hicieron en mi lugar. Aunque, bueno, no me culpo, porque no duran mucho, conscientes (supongo) de los inconvenientes que aparecían una vez allí. Yo, por un exceso de análisis, agradecí enormemente la oportunidad, el haberme validado para ello, pero me aparté.


Salvo giro radical (que pasa básicamente por una vuelta del Reino Unido a la Unión Europea), es una oportunidad que pudo ser y no fue. Puedo ir. Puedo ir cuando quiera, incluso el tiempo que quiera, pero siempre con billete de vuelta. Aunque sea una estancia larga, de meses, sé que legalmente llegaría un momento de volver. Y es ahí donde hace la base de este post.

Londres es la ciudad de mis sueños. Sé que es terriblemente cara. Sé que para vivir medianamente bien tienes que alojarte lejos del centro. Sé que hay millones de personas a tu alrededor. Sé que mucha gente es racista en el país. Lo sé. Sé todo eso, o intento investigar para no vivir en un romántico escenario que (como en tantos casos) quizás no exista. Pese a eso, todo eso, Londres es mi sueño platónico.


Siento cosas muy especiales pensando en ello y eso es algo que me acompaña desde hace más de diez años, cuando, con la excusa del fútbol inglés, entró en mi vida. Y también pienso en un error que cometo. Muchas veces pienso en ir, pero automáticamente pienso en la vuelta, en esa tristeza al tener que irme de un lugar del que no me quiero ir. Así, ni disfruto aquí, ni disfruto allí.


No voy a Londres, pese a que lo deseo muy fuerte, porque pienso en ese viaje chafado en la vuelta, en ese viaje en tren hacia el aeropuerto, en esa espera mirando por una ventana que (seguramente) ofrece un panorama nublado, o lluvioso. Es así. Mientras gente que, quizás, no sienta cosas tan fuertes por la ciudad, irán, vendrán, volverán a ir y, mientras, yo, aquí, escribiendo este post.


Me pasa al pensar en una escapada express (no me atrae mucho, sinceramente), en una escapada de un par de semanas, o una escapada (apoyada por el teletrabajo) de varios meses. Siempre acabo pensando en la vuelta. Pienso en la felicidad, gusanillo y la sensación de flotación en el avión, en el trayecto de ida. Qué bien, qué gusto. Pero luego acabo diciendo "Bueno, ya llegará" o "Joder, es que no quiero volver luego...". Y aquí estoy.


PD: No será este el último post de este blog hablando sobre las ganas (casi vomitivas) de ir a Londres, de vivir en Londres, de dejarme llevar en Londres, de olvidarme de España en Londres.

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