No suelo usar Instagram a modo personal. Sí por mi trabajo, sí para resolver todas las tareas que se me han planteado en diferentes trabajos que he tenido.
(Justo cuando escribo esto he compartido una imagen con dos libros que me enviaron desde la editorial Blume)
Sin embargo, de vez en cuando meto a través de la versión web. No tengo la app instalada en mi smartphone porque llegué a la conclusión de que era de lejos una de las redes sociales que menos me atraían.
Si no la usas, te esconde. Si no pagas, tus contenidos llegarán a poca gente. Su cambio de algoritmo fue el primer paso de su entierro, cada vez más comentado. Además, huyo de su funcionamiento, de sus formas, de los mensajes que se instalan y expanden por sus ramas. No. Fuera. No la tengo en mi móvil.
Pero sí me meto de vez en cuando. Cuando me crea curiosidad o me acuerdo. Sin más. No por creer que si no me meto habrá gente hablándome, comentando mis fotos y demás. Yo tengo el control, y así fue.
Dicho todo esto, me encontré una imagen en los stories de mi querida, admirada e idolatrada Cristina Bea. Una imagen con un mensaje sencillo, directo y fascinante.
Pienso mil cosas. Tengo mil pensamientos. Por mi cabeza pasan a diario decenas de comentarios mentales, opiniones y reflexiones. Y es un problema. Es un problema porque muchas veces siento que hablo desde la cabeza, no desde el corazón. Nos paramos a reflexionar sobre el porcentaje de cosas que decimos desde el pensamiento y no tanto desde el sentimiento.
¿Por qué opinamos sobre cualquier tema que se nos ponga delante y, sin embargo, cuando debemos expresar sentimientos o tener conversaciones importantes nos cuesta?
"No digas lo que piensas. Di lo que sientes."
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