Vivimos en una época de movimiento, rapidez, instantaneidad, en el que el corto plazo parece ser la única opción posible. El ritmo vertiginoso que parecen querernos imponer desde hace varios años y acentuado desde que el confinamiento fue abriendo las calles de nuevo a los ciudadanos ha creado un escenario desvirtuado de la realidad.
Hay prisa para todo. Queremos un libro para mañana. Queremos la cena en casa lo más rápido posible. Queremos la compra en casa dentro de una hora. Queremos una cámara de fotos y si es mañana mejor que dentro de tres días.
Estamos locos.
El corto plazo se ha convertido en una rutina que tiene tintes trágicos. No sólo en términos temporales, sino de exigencia. Hay un descontrol tan preocupante como surrealista, tan enfermizo como drástico. Una exigencia que no distingue términos, que se ha normalizado en toda la población. Da igual si compras un ordenador o unos bolígrafos (si, hay gente que compra bolígrafos, libretas y estuches por Internet). Lo quieres ya. Da igual que seas una persona de bien o un ser despreciable. Internet ha regularizado el poder de decisión, ha igualado las fuentes y todo el mundo no sólo pide, sino que exige.
Pero debemos seguir pensando en el medio y largo plazo. El corto plazo ofrece satisfacciones rápidas, pero efímeras, casi estériles, mientras que si abrimos el abanico, si analizamos, si estudiamos, si miramos más allá del aquí y ahora, el sentido aparece para adueñarse de todo.
Me tranquiliza el medio y largo plazo. Me da la calma que no existe en el entorno. ¿Qué estaré haciendo dentro de 5 años? ¿Y dentro de 6 meses? No lo sé, o al menos no tengo creada visualmente la idea de qué ocurrirá. Y es esa incertidumbre algo que me maravilla en estos tiempos que corren.
Sí. Claro que formo parte de esta sociedad y por supuesto que consumo muchos servicios de inmediatez. Simplemente quiero expresar que mi mundo interior reflexiona, por suerte, y me tranquiliza. Hay vida más allá. Hay calma.
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