Desde que Twitter permite silenciar, se ha convertido en mi deporte favorito. Silencio a diario. Unos, por motivos obvios, porque no quiero que me quiten salud mental con comentarios dignos de un primate. Otros, como medida de prevención.
A veces, me he visto ante un tweet de otra persona cargado de alcance, de esos llamados polémicos (hoy en día hasta el prospecto de la medicina que guardas en el lavado es polémico) y me pongo a leer comentarios para silenciar cuentas. Es una medida de seguridad, una prevención. Si algún día ese ser llega a mis interacciones, el haberlo silenciado ya me dará la primera pista de que es mejor huir de ahí.
Silencio mucho, y me gusta. Me gusta, porque así saneo mi mente, porque así vacío de espacio mi estado de ánimo en favor de cosas que sí me aportan y me llenan. Y, al no bloquear, tampoco impido a la gente que haga lo que le dé gana. Podrán opinar, podrán seguirme, podrán elegir de qué hablar, de qué debería hablar (esto es una maravilla), pero ahí quedará todo.
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