No me iría de aquí. Nunca. Jamás. Me niego. Si de mí dependiera al cien por cien, no me iría. Me vuelvo a negar. Aquí encuentro calma, aquí nace mi sosiego perdido. Aquí recupero sensaciones, siento cómo renazco, siento cómo salgo del agobio, siento cómo respiro.
El teletrabajo es, una vez más, una opción. Una muy interesante opción. Pienso en una rutina, con sus horas dedicadas, con su conexión, con su concentración. Pero también pienso en las consecuencias, en esos momentos fuera de las obligaciones.
Un entorno diferente, real, mágico, enigmático, que permite pensar más sanamente, que permite desconectar de verdad. Lo veo. Lo necesito. Lo apruebo. Cada cierto tiempo siento que debo cambiar de aires, y estos aires, aquí, desde donde escribo, están pidiendo turno desde hace dos años y, sobre todo, en el último año.
Siempre siento que aquí me siento bien, pero también hago hincapié en que muchas de las veces en las que disfruto de este ático son con tiempo libre, pudiendo leer, pudiendo hacer fotografías, pudiendo comer sin complejos, y mil planes más. Es lo cierto, pero extrapolo esta rutina romántica a lo que he podido vivir en la capital, en la Meseta, en Madrid.
La rutina es la misma. La misma con ciertas diferencias. Agobio vs tranquilidad. Contaminación vs entorno verde. Paseos entre coches y decenas de personas vs cruzarse en los paseos con no más de cinco personas. Te cobran hasta por respirar vs te puedes ahorrar fácilmente 7-8 euros en la compra semanal. Piso céntrico en el que casi no puedes ni ver las nubes vs un ático con amplias ventanas y una terraza que es casi como lo anterior. Los clichés que (muchos de ellos) se cumplen vs un acento, una cultura y un ritmo de vida envidiables.
No hay color. No hay color y no sé por qué, si me considero una persona libre, no acabo haciéndolo. Pero bueno, eso es otro debate interno que, quizás, podría analizar otro día.
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