Fines de semana en la aldea, con croissants calentitos, esperando a Raúl, con total libertad, con tardes de Game Boy Color, con tardes de fútbol, con las bicis de arriba para abajo, comprando guarrerías en el bar
Jamás volverán esos fines de semana.
Esos fines de semana en los que nos perdíamos en la segunda residencia. Daba igual que fuera verano o invierno. Era el lugar para estar seguros, alejados del ruido, desconectados.
Esos fines de semana en los que mamá nos hacía croissants calientes, recién tostados, para desayunar con nuestro batido o café.
Esos fines de semana esperando a Raúl, mi amigo del alma, para irnos a una cabaña que teníamos en el bosque, para ir a buscar materiales que nos sirvieran para seguir creando nuestro escondite, con nuestras bicis, con total libertad de movimiento y horario.
Esos fines de semana en los que las tardes trataban de tirarse al suelo, frente a casa, jugando a la Game Boy Color, jugando a Pokémon, el videojuego de nuestra vida.
Esos fines de semana de jugar a fútbol sin descanso, sin cansancio, perfeccionando nuestra técnica intentando colar el balón por la escuadra derecha e izquierda. Lo conseguía muchas veces, lo recuerdo. Todo ello en un campo gigante, de tierra, con pinchos, con porterías enormes.
Esos fines de semana comprando chucherías y snacks en el único bar de pueblo, al que acudían prácticamente la tercera edad del pueblo y a los que saludábamos como si de un ritual se tratara. Qué coño. Éramos educados.
Esos fines de semana en los que salíamos de casa contentos, porque íbamos al pueblo, y volvíamos tristes, porque nos íbamos del pueblo.
Esos fines de semana de buscar "piedras preciosas", de coger plantas para luego "analizarlas" en el microscopio que me compraron mis padres, de hacer los deberes o estudiar en la terraza con la calma más absoluta.
Esos fines de semana de madrugar sin necesidad, por puro placer, para ir a ver el agua congelada de una charca en invierno, para ver Pokémon en Telecinco junto a mi hermana que recién había dejado de ser un bebé.
Esos fines de semana de estrenar la casa nueva que compraron mis padres. Todavía recuerdo esa sensación de novedad, de pensar que era mi casa pero no lo era porque todo era nuevo.
Esos fines de semana de aprender a arreglar una rueda pinchada de la bicicleta, de saber cómo curar en el monte una picadura de avispa, de aprender dónde era más fácil encontrar musgo.
Jamás volverán esos fines de semana. Especialmente, porque poco o nada de aquello queda. Especialmente, lo relacionado a los sentimientos, a la inocencia y despreocupación que teníamos. Especialmente, porque acudir allí los fines de semana es más complicado por hasta dónde me ha llevado la vida.
Jamás volverán esos fines de semana, pero para eso están los recuerdos y estas líneas que rinden homenaje a la mejor época de mi vida.
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