Acudí a mi cafetería de cabecera. Pedí mi refresco y dos croissants, y me senté en uno de mis sitios favoritos del local. Al fondo, a la derecha, un poco recogido. A mi lado había una pareja, hablando, tomando algo, y pronto me di cuenta que no eran pareja sentimental, ni amigos, sino que estaban iniciando algo. Digo esto porque no había tanta confianza (o eso me transmitían) y porque estaban (sobre todo él) con la tensión del inicio, cuando quieres gustar, cuando quieres agradar y donde quieres tener todo bajo control.
Cuento esto porque en los últimos meses he tenido varias primeras citas y tengo esa experiencia de cómo tener que iniciar. Esos primeros momentos de comodidad, pero sin alardes; momentos de ilusión, pero comedida. Por mi experiencia reciente, intuí lo que estaba pasando, supe que se trataba de una primera cita, o de las primeras en su defecto.
Y lo cuento como algo positivo, incluso cuqui. Esa inocencia, cortesía, educación de más que se tienen al principio, cuando todavía las apariencias dominan la situación, cuando no quieres cometer errores que puedan truncar algo que, sinceramente, ni tú mismo sabes qué es. Les vi, a escasos metros de mí, y sentí dulzura. Incluso recuerdo que les deseé mentalmente suerte.
Nunca más les he vuelto a ver, claro. No sé qué habrá sido de ella, ni de él. Quizás esté equivocado y era una simple amistad (yo creo que no), pero cuando escribo estas últimas palabras pienso en qué habrá pasado con aquella tarde entre ambos.
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