No hace falta que nos lo tenga que decir nuestro reloj (o teléfono móvil), Starbucks con sus pumpkin spice lattes, o Tumblr con sus fotos algorítmicas. Estamos en esa época del año. Esa época del año en la que todo tiene un aroma especial, un aura mágico, que tiende al abrigo, que ofrece escenarios diferentes.
Oficialmente, no es otoño, pero tú, yo, quien te atiende en la ventanilla del cine, quien te sirve el café y quien trabaja en tu supermercado de cabecera, todas y todos. Sabemos que ya lo es. Y si no lo es, está de camino, se acerca.
Esta época del año en la que sales de casa por la mañana abrigado y por la tarde te sobran algunas prendas.
Esta época del año en la que el café entra mejor (siempre, de hecho) caliente que frío.
Esta época del año en la que el naranja y el marrón ganan terreno en el espectro visible.
Esta época del año en la que las terrazas pierden adeptos.
Esta época del año en la que los planes de sofá y manta suben como la espuma.
Esta época del año en la que un caldo para cenar se convierte en un placer casi adulto.
Esta época del año en la que no hace frío ni calor.
No te fíes de alguien que asegura adorar el verano o el calor. Quieren vacaciones, desconectar de sus rutinas. Nada más. Una simple confusión que, generalizada, acaba convirtiéndose en una endiablada y peligrosa verdad a medias. Aunque, pensándolo bien, mucha de esta gente siempre acaba quejándose, sea por el calor, el frío o porque no sé quién ha dicho no sé qué. Cuando hace calor, quieren frío. Cuando hace frío, quieren calor. Cuando no saben de qué quejarse, lo buscan, vomitan y siguen con sus (cuestionables) vidas.
Aquí, desde hace años, se defiende el otoño. Se defiende el frío por delante del calor. Se defienden las prendas de vestir largas contra las cortas. Ha sido así desde hace mucho, lo sigue siendo y, me temo, seguirá siéndolo.
Esta época del año.
