Escribo hoy, expreso hoy, pero lo llevo pensando una semana. Este verano he vivido a medias entre Madrid y un pueblo de Galicia. Dos viajes con sus respectivos trayectos de cinco horas de ida y vuelta. Dos idas. Dos vueltas.
Dos mundos que podrían catalogarse de antagónicos. Realmente (salvo Barcelona) creo que cualquier lugar de España podría catalogarse de antagónico a Madrid, aunque esos análisis los dejo para la gente entendida.
Alguna vez he hablado sobre ello y, a modo de contexto, volveré a hacerlo a continuación. Mi relación con Madrid es de amor-odio. La quiero (no amo) tanto como la rechazo (no odio). Me genera el mismo impacto emocional positivo como negativo. Me hace sentir igual de estresado y nervioso como liberado y vivo. Es una sensación tan rara, que siento sólo aquí, que (creo) es la única razón por la que Madrid es Madrid y viene tanta gente aquí. Las grandes empresas y el trabajo creo que también tiene mucho que ver. Lo digo porque mucha gente ama Madrid, pero porque sus vidas laborales están aquí. Dudo realmente si la gente de fuera viviría aquí puramente por placer si no tuviera trabajo. Lo dudo mucho, insisto.
Madrid no duerme. Es así. Da igual que sean las 8:00 de la mañana, las 14:00 de la tarde o las 23:00 de la noche. No importa que sea miércoles, viernes o sábado. Siempre hay cosas encendidas, activas. Evidentemente, no es lo mismo un fin de semana que un lunes por la tarde, pero aún así se respira un movimiento que te arrolla y al que todavía me veo sometido después de estar viviendo aquí ya casi desde hace cuatro años.
Es eso. Ese tsunami. Ese movimiento. Ese estrés que (aunque no quieras) te arrolla. Esa prisa por todo, esa fugacidad de los momentos, esa circulación en modo 1'5x que tiene todo. ¿Has probado a escuchar un podcast en mayor velocidad a la normal? Pues así es Madrid. Entiendes lo que haces, entiendes dónde vas, entiendes lo que tienes delante, pero tienes que prestar atención de más porque, de no hacerlo, acabas viviendo en modo zombie. Y eso es muy peligroso.
Bien. Digo todo esto tras mi último viaje de vuelta. Llegué hace unos días y simplemente bajando del tren ya te das cuenta de que es todo diferente. Pones un pie en el andén, te ves rodeado de cientos de personas que van a su bola, escuchas el ambiente y el cerebro explota liberando una sensación de descontrol que acabas sintiéndote una oveja más del rebaño. Qué sensación tan preocupante, triste y peligrosa. Es algo en lo que trabajo y pienso mucho, pero cuando llegas de fuera, durante unos instantes, es incontrolable.
Madrid no está hecha para mí. Es lo que pienso cuando vivo aquí, cuando paso largos periodos de tiempo. Pero, ¿sabéis qué me pasaba cuando paseaba por frondosos, frescos y verdes senderos gallegos? ¿Sabéis qué sentía cuando me sentaba en aquella terraza con chaqueta y capucha a medianoche? Pensaba en Madrid. La capital es una droga. Una puta adicción. Por eso me di cuenta de que Madrid sigue siendo una de las ciudades más comentadas y visitadas de España y de Europa.
No me digáis qué tiene, pero te engancha. Me pasó en 2014 (mi primera experiencia aquí), me pasó en 2015 (cuando volví durante unos meses) y me pasa desde 2017 cuando viajo y estoy más de una semana fuera. No me gusta Madrid, pero cuando estoy lejos me vienen a la cabeza pensamientos fugaces, rincones, puestas de sol por calles determinadas, cafeterías, salas de cine, paseos por la Gran Vía (una de las cosas más locas que puedes hacer).
Es una droga. Es así. No puedo definirlo de otra forma. Una droga que te engancha, que sabes que es mala para la salud, que no te deja vivir tranquilo, que te genera situaciones que no vivirás en ningún otro lugar.
Volver me genera un choque de realidad, pese a conocer bien el día a día de sus calles y su gente. Me toca reconectar, restablecerme, darme unos días para instalarme de nuevo, para adaptarme de nuevo. Es increíble. Los primeros instantes (lo juro) mentalmente pienso "¿Por qué sigo viviendo en este caos?" Y, seguramente, la respuesta clara y directa sería "Por trabajo", pero luego sé que lo echo de menos. Y, entonces, el golpe personal es desconcertante.
¿Es la ciudad de mis sueños? No. Lo tengo claro. Muy claro, de hecho. Pero, mientras el trabajo, la vida personal y los planes sigan aquí, tocará seguir remando en aguas muy bravas, pero excitantes.
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