Me gustaba y me gusta la plataforma. Me parece una herramienta fantástica. Pero ahora quizás mi labor ahí es más como consumidor que como creador. De hecho, mi faceta creativa ya lleva tiempo pensando en subir algún vídeo, pero me surge alguna duda sobre si subirlo en YouTube (donde está el gran público, que acabará juzgándolo) o en otros sitios como Vimeo. Incluso me he dado cuenta que puedo subir vídeos en nativo aquí en la web. La satisfacción es generar la idea, encontrar el enfoque, reunir las condiciones y herramientas adecuadas, y, finalmente, traducirlo todo en un vídeo. Cuando vi que mi motivación era publicar pensando en la gente y no tanto en mi satisfacción personal, decidí dejarlo.
Ahora, insisto, soy consumidor, y en ocasiones siento que quedo atrapado. Veo vídeos para mejorar técnicas de grabación, de edición. Veo tutoriales para seguir aprendiendo de forma autodidacta. Y también veo a mis youtubers favoritos, claro está. Incluso últimamente me estoy aficionado a ver vídeos de ciudades, pero más que nada por lo bien y bonito que están grabados. ¿Qué ocurre con todo esto? Que el algoritmo de YouTube sabe lo que quiero. Sí, es triste asumirlo, pero ese algoritmo sabe muchas cosas sobre mí, sobre mi estado de ánimo. Y, evidentemente, si veo vídeos de una temática similar en apenas tiempo entiende que quiero encontrar nuevos. Es ahí donde comienza el laberinto, donde empieza el clásico «voy a ver un par de vídeos para desconectar» y acabas estando una hora. Es meterme en YouTube y en esa página principal siempre aparece algún vídeo que me llama la atención, que me atrapa y así es cómo estoy atrapado en el algoritmo.
Por cierto. Para cerrar. Tengo en mente crear próximamente algún vídeo con ideas que tengo en mente. Simplemente para expresarme, para poner en práctica conceptos que estoy aprendiendo en la sombra. Lo de esperar miles de visitas, por suerte, quedó aparcado allá por 2017.
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