Me encanta la Champions League. Es un torneo especial, mágico, capaz de convertir en un estéril martes o miércoles en un día especial. Sus partidos, el caramelo dulce, la recompensa al final de día, cuando todo ha pasado, cuando ya has hecho todo lo que deberías hacer. Cuando eres aficionado, sin más (con todos los respetos), es un placer, es una vía de escape, es "¡Noche de Champions!", pero cuando te dedicas a ello, cuando esas noches que antes eran de desconexión se convierten en trabajo, con el tiempo, la cosa cambia. E insisto, me parece un torneo especial, romántico.
Por mi experiencia en medios puedo decir abiertamente que a veces la Champions League me supone un quebradero de cabeza. Sobre todo, la Fase de Grupos. Tener que seguir de cerca 8 partidos simultáneos cuando es una tarea de ocio puede parecer un plan magnífico, pero la cosa cambia cuando se convierte en trabajo. Dos días seguidos. No digo que no me guste. Sólo digo que anoche, cuando finalizó la 6ª jornada de la Fase de Grupos de la Champions 2017/18, sentí una pequeña liberación. Otro año más, se acabó. A partir de ahora, a esperar el sorteo, y después el torneo "de verdad", cuando los errores se pagan, cuando el trofeo entra en juega de forma más directa, cuando una victoria supone un gigante paso adelante y no "simples" puntos en una clasificación que puede permitirte caer, jugar con suplentes o directamente estar pendiente de otros partidos.
Me da cierta pereza la Fase de Grupos de la Champions. La veo, la sigo, e incluso acabo disfrutando, pero lo que hace años era "¡Vuelve la Champions!" ahora es "Hoy no puedo quedar. Hay Champions, ya sabes, curro...". Anoche, cuando fui a ducharme después de la última tanda de partidos, sentí un peso menos. Superado el trámite, los partidos que cada vez dejan menos sorpresas, empieza el torneo de verdad.
Así lo siento. Así lo he expresado.