Le citaron en la puerta del Café Casablanca. "No tiene pérdida", dijeron. Y no. En una de las principales calles de la ciudad norteña, ahí estaban, esperando, haciéndole sentir que llegaba tarde. Pero no, llegaba, de hecho, pronto. Cinco minutos antes. "Es que estábamos nerviosos", confesaron. Subieron. Justo encima del conocido café. Era un estudio precioso, antiguo pero acogedor, con unas paredes que rebosaban personalidad, con (muchísimos) libros. Pero, sin saberlo, escondía un secreto.

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