Mis primeros recuerdos de madrugar se localizan temporalmente cuando empecé a ir a la guardería. No por voluntad propia. Mis padres decidieron que ir a un sitio así era necesario. Sus razones tendrían, laborales seguramente, claro está. Allí empecé a madrugar. No tengo recuerdos de aquello más allá de saber que he ido a la guardería, comentarios de mis padres y alguna que otra fotografía.
Pero eso no es lo importante hoy. Hoy quiero hablar sobre la perjudicial tarea de madrugar. Madrugar quita la salud. Al menos hacerlo involuntariamente, obligado por ese enfermizo sonido de un despertador que te obliga, porque sí, a despertar.
Lo confieso. No sé madrugar. Llevo más de 30 años madrugando, haciéndolo a muchas horas diferentes, madrugando mucho, sin luz del sol, madrugando cuando muchas personas ya están a esa hora en sus trayectos rutinarios. Pero no sé. No sé madrugar. Puedo tirarme 30 años más madrugando que siempre me despertaré sin ganas, casi de mal humor.
Y ya no eso. Me sienta mal madrugar. Se me pasa pronto, pero siento que no es para mí. Para nadie, o poca gente quiero entender, pero hablo por mí y lo tengo clarísimo. Madrugar no es para mí. Siempre he tendido a ser nocturno, noctámbulo. Me desenvuelvo mucho mejor por la noche, pero evidentemente muchas rutinas laborales no conviven demasiado bien con eso y hay que apechugar.
Todavía no sé cómo se madruga bien. Entiéndeme. Quiero madrugar bien. Sin sueño, sin enfadarme, sin el bajón de que te corten un sueño bonito, sin la sensación de "¿Qué estoy haciendo con mi vida?". Madrugar no es saludable, ya te lo digo yo.
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