Llega el viernes y empieza el cosquilleo. Pienso en que el fin de semana está ahí, esperando, y me entra una sensación tan especial como bonita. Especial porque me apasiona. Bonita porque esta rutina me salvó la vida. Si queréis algún día hablaré sobre ello y sobre la dura etapa que me tocó vivir durante tres-cuatro años de mi vida.
Esta imagen resume perfectamente a lo que dedico los fines de semana. Sobre todo los sábados entre las 13:30 y las 18:00. El resto del sábado y el domingo no son igual. Veo partidos, pero no tanta cantidad ni en el despacho, por lo que (aunque la base sea la misma) podemos decir que la experiencia es diferente. Ni mejor ni peor, sino diferente.

Esta rutina marcó mi vida porque fue un escondite maravilloso en el que sigo disfrutando, atrapándome, pero ya con la puerta abierta, ya con la ventana sin cortinas, ya sin miedo, sin complejos, sin pensar (tanto). Creo que estos momentos del fin de semana son especiales porque ya los vivo desde la calma. Ya lo eran especiales en su momento, cuando comenzó todo, pese a que el contexto era infinitamente diferente (no lo catalogo nunca como malo porque creo que aprendí muchísimo). Me hacía feliz saber que por delante tenía mi momento de conexión con las islas británicas, con marcadores en directo, con goles, jugadas, análisis, incluso con sueños despiertos.
Lo sigo sintiendo, como digo. Llega el viernes, pienso en el sábado (sobre todo, no sé por qué el domingo lo siento como diferentes) y me hace feliz. Es una sensación mágica, muy personal, muy respetada por mi compañera de vida y que me sigue haciendo sentir un niño que se deja llevar sin complejos.
Ojalá estas líneas ayuden a alguien a sentirse mejor, a sentir que alguien piensa igual que ellas y ellos. Ojalá algún día la gente que es hater por vicio y automatismo se pare a pensar en cómo pueden cambiar sus vidas. Ganaríamos todos. Sobre todo, ellos, ellas. Yo seguiré esperando con cariño, cosquilleo y casi con magia mis fines de semana de fútbol.
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