Recientemente, mientras escuchaba uno de mis tantos podcasts semanales, escuché el término safe place para referirse a tu lugar en el que acudirías para sentirte bien, cómodo, seguro, donde acudirías para desconectar del mundo.
Me pareció súper interesante. Reconozco que me encanta cuando los modernos ponen nombre a situaciones, sensaciones o pensamientos que viven en nuestra cabeza pero que no tienen teóricamente nombre. Me parece una forma muy satisfactoria de dar sentido, un poco más, a esos contextos que, pese a que son latentes, tienden a estar en un limbo, flotando. Sí, pero no.
No soy muy partidario de las etiquetas, porque se tiende a generalizar y ahí hace aguas cualquier frontera que se quiera poner a un término. Sin embargo, cuando la etiqueta aporta, da un sentido aparentemente inexplicable, descolocado.
Hoy hablaremos de un safe place. Todas y todos tenemos lugares que nos hacen sentir bien, tranquilos, cómodos, para poder desconectar, sin grandes alardes pero sin ser necesarios. Podremos ir a muchos sitios por sus planes, su oferta gastronómica, por sus calles, por su ambiente, incluso por su trayecto en tren. Hay mil motivos para encontrar lugares, nuestro lugar en el mundo.
La pregunta clave es ¿a cuál acudirías sí o sí cuando necesites ir a apartarte de la corriente?
Mucha gente confiesa que volver a casa es algo demasiado especial como para dejarlo en el olvido. De hecho, mucha gente tiene su safe place en su origen. Volver a casa hace reconectar con el pasado, con la niñez, hace reencontrarse con uno mismo y seguramente sea una respuesta muy solicitada y utilizada.
Para mí, seguramente lo sea, pero confieso que no es la única opción. De hecho, si debiera dar una respuesta fugaz, inmediata, usaría el comodín de mi ático gallego, en aquel rincón tan mágico, especial y natural. Todas las semanas pienso en ello. En aquel balcón con vistas, en aquel futurible despacho, en sus noches, en sus románticas escrituras siendo consciente del entorno, en sus paseos por bosques, en su clima.
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